Posiblemente porque sea un romántico, la época del año que
más me gusta pasear por el Parque del Retiro, es en otoño.
El Parque cambia. Cambia el Cielo, cambia el aire, cambia el ambiente que se llena de coloridos que penetran en lo más profundo del corazón. Se mezclan colores en un encendido calidoscopio que llena el alma. Y ante tanta belleza, no resulta difícil manejar sentimientos.
Es el anuncio del cambio. Muere el bullicio de la Naturaleza, la explosión de la lozana belleza para dar paso a la serena placidez de paso lento que apacigua el ánimo y adormece el ímpetu. Se aparca el fogoso trasiego y el ruidoso tránsito. Las voces se modulan en un nuevo tono que se pierde entre las hojas caducas. El silencio adquiere cuerpo y llora la muerte del verde que se marchita.
El espacio se vuelve lento, perezoso, majestuoso con sus tonos ocres suaves, amarillos encendidos, rojos agresivos, marrones de fuerte personalidad y grises de tierna tristeza en un último esfuerzo de mostrar el postrero estallido de vida que aún conserva antes de rendirse al cambio que exige la Madre Naturaleza.
El aire que baja de la cercana Sierra, se vuelve puro, frio, arrastra la hojarasca muerta y acaricia con suave brisa las hojas que aún se mantienen unidas en heroico esfuerzo a las ramas de los árboles para terminar cayendo con un suspiro, lentamente, remolonas, planeando, alargando el vuelo hasta el infinitito antes del último contacto con la tierra que las vio nacer.
Y en su recogido y placido silencio, paseo entre los robles, olmos, cipreses, magnolios, castaños de indias, pinos, secuoyas, la solitaria araucaria, y castañas caídas en el suelo que se mezclan con la hojarasca en pequeños remolinos creados por la corriente que nace del lago donde duermen apaciblemente las barquitas donde aprendí a ser marinero de agua dulce.
Paseo entre las muchas estatuas de héroes que escalonan caminos de tierra, ahora vacíos, que me miran desafiantes, altivos, con ojos que tienen vida propia en los que se reflejan la Historia de España.
Me sumerjo en la quietud que transporta la placida serenidad del momento que me llena el espíritu y el alma. Observo las aves limpiar el plumaje preparándose para el cambio que se avecina.
A lo lejos, dos niños corretean felices persiguiendo una paloma en un intento de atraparla con sus tiernas manitas y que la paloma, avezada ya en estas lides, parece disfrutar del juego dando pequeños vuelos, no tan grandes como para que los niños desistan, ni tan cortos como para dejarse atrapar. Cuando los niños hacen amago de abandonar ante la infructuosidad de su intento, el ave retorna provocadora cerca de ellos, pavoneándose sacando pecho, soltando arrullos en su incesante movimiento pendular de cuello.
Tomo asiento en un banco solitario cubierto de hojarasca. La visión de los niños en su juego feliz tratando de atrapar la paloma, unido a la placidez perezosa que me envuelve, me obliga a entornar los ojos permitiendo que dulces recuerdos de pasada juventud entren en comunión con el momento que me embriaga.
Siento en el rostro la caricia de la suave brisa de la cercana Sierra y el susurro que provoca al pasar entre las hojas de los árboles. Mi mente se relaja con el canto monótono de la paloma torcaz y los sonidos que provocan aves exóticas: papagayos, cotorras...y sobre ellos, periquitos traídos de tierras sudamericanas por inmigrantes que se fueron que al marcharse dejaron en libertad y que por su carácter agresivo terminaron por desplazar a las autóctonas haciéndose con su espacio natural, salvo el de mi querido, castizo y superviviente gorrión, al que veo partirse el pecho entre las palomas tratando de alcanzar la miguita de pan que le corresponde por derecho propio. No está dispuesto a ceder su espacio por muy exótica y colorida que pueda ser el ave venida de fuera. Defiende su territorio ganado a pulso entre el ruido y la contaminación de mi doliente Madrid y no cederá por imposición. Solo la mano dolosa del hombre será capaz de arrebatarle el merecido lugar que ocupa por tradición, coraje y constancia.
Finalmente me pierdo entre caminos de tierra, enredado con ramas que muestran orgullosas el atardecer colorido de sus hojas mientras el silencio adquiere sonidos y el Cielo se cubre del resplandor rojizo de un Sol esplendoroso que se oculta lentamente tras la imponente figura de un roble milenario que parece incendiarse con sus últimos rayos.
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