sábado, 23 de enero de 2016

REFLEXIONES



 Escribir no resulta complicado cuando se tiene claro lo que se quiere decir. A partir de ahí sólo hay que dar forma al propósito. 

 El problema viene cuando se quieren plasmar sentimientos en letra impresa. Es ahí donde el cerebro entra en contradicción con el diccionario.

Que nadie es profeta en su tierra es un adagio que todos conocemos. La razón oculta del trastorno que produce la chispa de la inspiración, no siempre es bien comprendida. 
 
 Bajo el efecto de esta llama, el hombre viejo se consume por dentro, los errores se transforman en vanidades y el conocimiento de las reglas se esfuma cual efímera llama persiguiendo el oropel de la letra impresa.


La belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama al autor, se mezcla desordenadamente en su intento de ser fieles el reflejo impreso de los sentimientos.




Los viejos conocimientos de nada valen. La experiencia se diluye buscando atajos que los años han borrado al mismo tiempo que las flores que jalonaban el camino de la inspiración se marchitaron.

La lógica del razonamiento que permite expresar conocimientos adquiridos, insta a emplear la sencillez de los argumentos, y eso que en principio parece tarea fácil, termina por no serlo y se torna farragoso.

 El diccionario que todo escritor lleva como formulario  en el cerebro, cuando más precisa de su complemento, es cuando se niega a facilitar su traducción a la letra impresa. Entonces cunde el desánimo ante el gasto improductivo y la escasez de ideas.

 El oropel se trastoca en pésimas oraciones sin ningún sentido que sólo se sirve para rellenar el espacio en el papel que desafía el conocimiento. Se cae en la vulgaridad de la palabra, se entra en conflicto con las figuras de dicción, con la sintaxis y se termina por confundir el sujeto con el predicado. Y lo que parecía de oratoria sencilla, se convierte en un tinglado de farsa que acaba designando la parte por el todo, el género por la especie, la especie por el individuo. Y es justo ahí cuando de nuevo la ignorante pedantería recupera su rostro que abandonó por un momento de inflada inspiración. La fragilidad del entendimiento se convierte en un monstruoso ser que devora con facilidad el escaso conocimiento  que  termina compartiendo espacio  con el  ego.

 Escribir no es difícil cuando se sabe lo que se quiere decir, el problema viene dado cuando se quiere traducir el sentimiento y para ello se buscan cauces de difícil tránsito, de complicados andares que entorpecen el caminar y desorientan al pretencioso escritor que termina por no saber dónde se encuentra.